Mujer de 55 años, divorciada, con cinco hijos y dos hijas, originaria de la Comuna 8 de Medellín. Desde muy niña sufrió diferentes formas de abuso y maltrato, incluidos abusos sexuales, por parte de su familia y de desconocidos.

Conoció a su primer esposo siendo una colegiala, pronto se quedó embarazada y tuvo que abandonar la escuela. Tres años después del matrimonio, él se vinculó a un grupo armado y ella se quedó embarazada por segunda vez. Debido a las frecuentes amenazas con armas que sufrió enfrente de su hijo y por el temor que le producía la permanente situación de peligro con su marido, decidió abandonarlo. No obstante, él controlaba su vida a través de la vigilancia por parte de otro integrante del grupo armado, y la amenazaba. Esta situación de amenaza y humillaciones cesó en el momento en el que su esposo fue asesinado.

Conoció al que sería su segundo esposo asistiendo a una Iglesia Evangélica donde era pastor. Se casó con él para darle una figura masculina a sus hijos, un padre. Además, el hombre la convenció porque mostraba actitudes de ternura y de una autoridad basada en los principios religiosos. Una vez se casaron lo primero que hizo fue una hoguera con lo que ella consideraba importante de su pasado y el de sus hijos (libros, fotos, música), vendió todos los muebles de ella y de sus hijos, los dejó durmiendo en el suelo y los encerró a los tres. A los tres años de convivencia ya tenían 4 hijos (él no le permitía el uso de anticonceptivos “porque los hijos son bendición de dios”).

La situación familiar se fue precarizando, tuvieron que vender las pocas cosas que ella había conservado y se fueron a vivir donde la madre de él, donde se incrementó la violencia. El aporte económico de él era insuficiente, la familia aguantó hambre además de humillaciones. Ella decidió salir a buscar trabajo en confecciones y se hizo cargo de la manutención de él y los 6 hijos, mientras él permanecía en casa y maltrataba a los niños y niñas así como a ella cuando llegaba. Esta violencia consistía en golpes que les dejaban amoratado el cuerpo (nunca les golpeaba la cara), encierro, gritos, insultos, aislamiento de familiares y amigos, y el sometimiento a periodos de manía en los cuales los dejaba hasta tres días sin dormir, sermoneándoles la doctrina religiosa sobre la familia.

Todo esto sucedía amparado por el silencio de ella, los hijos, las hijas y la madre de él, para sostener la imagen del “hombre perfecto” ante la congregación, por miedo a sus excesos de violencia y porque había logrado convencerla de que era su deber como padre mantener el orden familiar. Le quitaba todo el salario; asimismo, le vendió un apartamento que había heredado después de la muerte de su primer esposo y se gastó parte del dinero sin su consentimiento. Ejerció violencia sexual contra ella; el último hijo fue producto de una de las violaciones. Él lograba convencerles de que eran culpables y provocadores de la violencia, hasta hacer que le pidieran perdón. Los controles del tiempo, del dinero, de lo que hacían y con quién, se ejercían con represión y encierro. A pesar de que ella era proveedora, se lo requisaba todo y no le dejaba nada para comprar su ropa, ni sus implementos de aseo, no le permitía el más mínimo gasto a gusto de ella. Todo el dinero lo contaba y si había faltante la castigaba. Fueron veintiún años de sufrir lo indecible para ella y sus hijos, bajo la premisa de obediencia.